Tripoli Express #2

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Ariel, nuestro correspondiente en Líbano, describió su fascinante aventura en tierras de Beyrouth en 3 artículos. Este es el capítulo 2 de Trípoli Express.

Luego de haber sido parados y esposados en el checkpoint de la autopista, Antoine, Karim y yo nos dirigíamos en fila india hacia una gran camioneta negra escoltados por cuatro soldados. Las manos atadas, me costaba llegar al fondo de la camioneta. Un militar me gritaba que tenía que acelerar mientras me caía sobre el suelo del baúl y, en ese preciso momento, me preguntaba cómo una tan pequeña cantidad de hasch había podido traerme hasta aquí. Cómo nuestros teléfonos habían sido confiscados y apagados desde nuestra detención, y que hasta nuestros relojes habían sido embargados, no teníamos ninguna noción del tiempo.

Todo estaba muy oscuro y hacía mucho frío. Temblábamos y los soldados nos habían negado el derecho de recuperar nuestro abrigo, acorralados en pequeños bancos, mientras que la camioneta andaba rápido por la autopista. Karim parecía estar conversando y negociando con uno de los soldados. Antoine me traducía: el soldado estaba diciendo que lamentaba la situación pero que las leyes de su país están hechas de esa forma y que el gobierno no hace nada para cambiarlas. Que si hubiera sido por él, recibiría con gusto un soborno de los padres de Karim, pero que dónde nos llevaban había cámaras por todas partes, y que era demasiado arriesgado para él. Yo preguntaba adónde íbamos. Uno de los soldados replicó fríamente: “A Baalbek”. Baalbek es la ciudad grande más cercana de la frontera siria y que se encuentra bajo la autoridad del Hezbollah. Mi cara seguramente palideció de golpe, porque el soldado saltó una carcajada de risa: “Pero no… Vamos a Tripoli”. ¿Acaso eso tenía tranquilizarme?

La camioneta paró a la altura de la estación de policía de Batroun, en el camino entre Beyrouth y Tripoli. Lo hicieron bajar a Karim, el “culpable”, Antoine y yo esperábamos, cada vez más perdidos, en el baúl. De golpe, una cabeza apareció cuando se abrió el baúl y preguntó cuál era el francés entre nosotros. Luego le tuve que explicar que yo estaba en Líbano en mi calidad de periodista cultural. Estaba dispuesto a bajar de la camioneta y a ser acompañado hasta mi casa por ese señor, pero en realidad había venido sólo para decirme “Así que la cultura… ¿Es bueno el haschich para la cultura eh?, y desapareció. Karim subió de vuelta a la camioneta, silencioso, y se encendió el motor de nuevo, dirección Tripoli, tiritando de frío, agotados, angustiados, mis amigos y yo ya no teníamos nada más para hablar pues no entendíamos más nada, sólo cabía esperar, sufrir.

Durante la noche, Tripoli está desierta, muda.
Intentaba entender en qué lugar de la ciudad estábamos, para apoyarme sobre lo poco que conocía, en vano. La camioneta estacionó en un edificio con forma de enorme bloque de cemento antiguo. Los soldados dejaron que otros tipos con chaquetas de cuero y vaqueros agujereados tomen el relevo. Estos nos escoltaron hacia dentro de una especie de una comisaría. Los chistes en árabe sobre mí, las miradas amenazantes, los gestos y las palabras bruscas ya eran algo habitual, casi obligadas. Nos separaron para empezar una serie de procedimientos. En primer lugar, un hombre pintó de rojo mi nombre, en el alfabeto árabe, sobre un cartón, y me lo dio. Fotografió mi retrato, de frente y de perfíl. Despues de las esposas, el mugshot. Luego, me hicieron sentar en una oficina frente a otro hombre que escribía sin darme mucha atención. De golpe, me empezó a hablar en un francés impecable, y el interrogatorio comenzó. Además de las preguntas clásicas, me preguntó cuál era mi religión, la frecuencia de mis relaciones sexuales, de mi consumo de drogas, y si me gustaba Líbano. Me hice muy pequeño y obediente, y le pregunté si podía llamar a mi embajada. Una pregunta que tuve que hacer unas diez veces a lo largo de la noche, con siempre la misma respuesta: “Quince minutos”. Mientras tanto, me invitaron a entrar en una celda. Detrás de las rejas, podía ver las caras aterrorizadas de mis dos amigos. Un tipo joven abrió la puerta, me empujó hacia dentro, y mientras la cerraba me miró sonriendo y me dijo: “Welcome to Lebanon”. Perdido por perdido, me puse a gritar, manos sobre las rejas, que tenía el derecho de hablar con mi embajada. Se me contestó con un grito todavía más fuerte, que según mis amigos se podía traducir como un “Cállate la boca”.

Era hora de aceptar que la celda iba a ser mi curto por esta noche. Contra el suelo húmedo y granulado, estaban acostados una decena de hombres, de adolescentes y de abuelos. Nos sentamos tímidamente al lado de ellos, y nos pasaron mantas espesas. No era el momento de hablar de higiene. Los baños turcos estaban, al fin y al cabo, a un metro de mi cabeza. Al deslizarme por mi manta, vi una etiqueta del Alto Comisariado Para los Refugiados de las Naciones Unidas. ¿Qué viaje había tenido que hacer esa manta? Completamente retorcido en el suelo, en una esquina de la celda, estaba en un estado de ánimo tal que parecía que flotaba, un estado de incertidumbre enorme. Tenía entonces que agarrarse a cosas simples, como dormir. La televisión quedó encendida toda la noche, al igual que una luz de la celda, justo encima de nuestras cabezas, y en un momento, una bolsa de plástico llena de pan voló a través de la rejas, para estrellarse directamente sobre mi cabeza. Sobresaltado, abrí los ojos: todavía seguía ahí, en una celda de una cárcel de Tripoli.

 

 

Ariel

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